domingo, 5 de abril de 2009

MANOS ARRIBA


Uno. Hace poco, mi casa fue asaltada. Los ladrones se dejaron una sierra (en el mango se lee: Facilitando su trabajo) y un reguero de cosas que tuvieron que abandonar en la estampida. Entre las cosas que pudieron llevarse, estaba una computadora que yo acababa de comprar y que iba a ser la primera de mi vida. Mi progreso tecnológico ha sido interrumpido por la delincuencia.
Yo bien sé que el episodio carece de importancia, y que al fin y al cabo forma parte de la rutina de la vida en el mundo de hoy, pero el hecho es que no he tenido más remedio que agregar rejas a las rejas y que ahora mi casa parece, como todas, una jaula. Como a todos, una nueva dosis de veneno me ha sido inoculada: el veneno del miedo, el veneno de la desconfianza.

Dos. Es una antigua leyenda china. A la hora de irse a trabajar, un leñador descubre que le falta el hacha. Observa a su vecino: tiene el aspecto típico de un ladrón de hachas, la mirada y los gestos y la manera de hablar de un ladrón de hachas. Pero el leñador encuentra su herramienta, que estaba caída por ahí. Y cuando vuelve a observar a su vecino, comprueba que no se parece para nada a un ladrón de hachas, ni en la mirada, ni en los gestos, ni en la manera de hablar.

Tres. El filósofo británico Samuel Johnson decía, a mediados del siglo 18: “La seguridad, dé lo que dé, da lo mejor”. Dos siglos después, decía el filósofo italiano Benito Mussolini: “En la historia de la humanidad, el policía ha precedido siempre al profesor”. Y ahora grandes carteles nos advierten, en los supermercados: “Sonría: por su seguridad, lo estamos filmando y grabando”.

Cuatro. Bien lo saben los políticos y los demagogos de uniforme: la inseguridad es el pánico de nuestro tiempo. Y las estadísticas confirman que el mundo está transpirando violencia por todos los poros.
Colombia es el país más violento del mundo. Los asesinatos de todo un año en Noruega equivalen a un fin de semana en Cali o Medellín. Se supone que la violencia colombiana es obra del narcotráfico y de la guerra entre militares, paramilitares y guerrilleros. Pero la organización Justicia y Paz atribuye la mayoría de los crímenes, siete de cada diez, a “la violencia estructural de la sociedad colombiana”. Colombia es uno de los países más injustos del mundo: ochenta por ciento de pobres, siete por ciento de ricos; de cada cien adultos, 22 están desempleados y 55 trabajan a la buena de Dios, en eso que los expertos llaman mercado informal.

Cinco. En Brasil, se roba un auto cada minuto y medio. Durante las horas más peligrosas, que son las horas de la noche, los conductores de vehículos en Río de Janeiro están autorizados a saltarse los semáforos en rojo. Y no sólo se roban autos. Gran éxito está teniendo un escultor de alegorías de carnaval, que está fabricando guardias virtuales para las empresas de seguridad: son maniquíes de uniforme policial, hechos de fibra de vidrio, con microcámaras en lugar de ojos. Otros guardias, de carne y hueso, disparan y matan y preguntan después. Muchas de sus víctimas son niños de la calle.
Brasil es, como Colombia, un país violento y un país injusto: el más injusto del mundo, el que más injustamente distribuye los panes y los peces. Veintiún millones de niños viven, sobreviven, en la miseria.
Hélio Luz, que hasta hace poco fue jefe de policía en Río, recordó recientemente, en una entrevista, que la policía brasileña no nació para proteger a los ciudadanos: fue creada, en 1808, para controlar a los esclavos.
Los esclavos eran negros; y negros son, hoy día, la mayoría de sus víctimas.

Seis. Los policías y los políticos latinoamericanos acuden, en peregrinación, a Nueva York. Allí, aprenden la fórmula mágica contra la delincuencia. La tolerancia cero se aplica hacia abajo, como la represión cero se aplica hacia arriba. Esta criminalización de la pobreza castiga al delincuente antes de que viole la ley. Hasta los graffiti merecen castigo, porque delatan “una conducta protocriminal”.
La delincuencia ha disminuido, en Nueva York y en todo el territorio estadounidense. Pero no como resultado de la política de intolerancia: la mano dura sólo ha servido para multiplicar los horrores policiales contra los negros en el reino del alcalde Giuliani. Como bien dice el juez argentino Luis Niño, la tasa de criminalidad ha caído, en Estados Unidos, en la misma medida en que ha subido la tasa de ocupación: hay menos delito porque hay pleno empleo.
El milagro del pleno empleo, o de algo que en todo caso se le parece bastante, ha sido posible en este país que tiene al mundo entero trabajando para él. Pero la inseguridad es un buen negocio, y las cárceles privadas necesitan presos, como los pulmones necesitan aire. Más vale prevenir que curar: cuantos menos delitos se cometen, más presos hay. En los últimos quince años, por poner un ejemplo, se ha multiplicado por tres la cantidad de menores de edad encerrados en cárceles de adultos, “para que los chicos se conviertan en adultos productivos”, como explica James Gondles, vocero de las empresas privadas que se ocupan de encerrar gente en el país que tiene la mayor cantidad de presos en el mundo.

GALEANO

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